domingo, 26 de octubre de 2008

Los domingos, como siempre




Me despierto entre seis y siete y veo los primeros rayos de sol entrar por las rendijas, el aroma del café en la cocina, una constante de los últimos tiempos, desde que la cafetera es programable y su ahora me lleva a pensar que alguien lo ha hecho por mí.
Me estiro, perezosa, buscando la excusa para quedarme calientita bajo la cobija, mis manos acarician mi piel, suave y cálida y extraño un roce distinto. Las mentiras que nos contamos al borde de la cama, sin que nada cambie.
La gata, melindrosa, se sube a mi cama, pidiendo cariño con su ronroneo y me doy cuenta de lo parecida que somos. Mimosas al extremo, esperando el roce amable. Y entonces recuerdo aquel cuento Zen, de dejar la cama de inmediato al despertarse, como si se tratase de un par de zapatos viejos... ah, pero que cómodos son los zapatos viejos.
Hago un repaso aterrador de la lista de deberes que debo hacer y corro al baño y luego a la cocina a abrazar mi taza preferida y beber un sorbo de café... la voz de mi madre en la cabeza, recuerda tu medicina, las vitaminas y el calcio... luego dirán que un mensaje repetido mil veces tenía efecto. Y me embobo con los hilos sueltos de mi pijama, renuente a quitármela... termino mi café y los vapores de su aroma me llevan a tu boca, con sus terrones de azúcar y la nube. Entonces, entonces te respiro y bebo el último sorbo que me queda de ti.

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