domingo, 20 de julio de 2008

Los chicos



Los chicos


Reviviendo memorias, frente a los albumes de fotos de la infancia, mil años de historias se atropellan en mi cabeza. Pobres pero felices, eso nos define bien y unidos, como uvas al racimo y racimos a la vid.

El compromiso de cuidarnos unos a otros, de camino a la escuela, en la mañana y en la tarde y de vuelta, los juegos furtivos en la plaza de la parroquia, correr desnudos por la terraza de la casa, sintiendo el sol tropical arder a nuestros pies, en el piso de terracota.

Los juegos a la casita, bajo la mesa del comedor, el cepillo de frizar era nuestro televisor, y las sábanas de la cama de mi mamá eran las paredes improvisadas de la tienda de campaña, donde reproduciamos algo que conociamos bien: la familia.

Como una seguidilla en fila india, desde el mayor al menor, cada uno con su pareja, ibamos de dos en dos, 3 pares, media docena. Mi mamá, aun nos cuenta para ver si estamos completos y hoy se dice, qué poquitos, sólo son seis... pero en una época, cuando el mayor tenía doce, los pocos eramos mucho con qué lidear. 12, 11, 10, 7, 4, 1 no es nada facil, lo sé.

Dos trios de necesidades, dispares, complejas, media docena de abrazos, una docena de manos, que juntas conforman mi red. Y van quedando los chicos, los hijos de la Lopera, que aun no llegan a seis; aun creciendo separados, se han aprendido a querer.

Las caritas de mis niñas, se preguntan curiosas, si es cierto que su mami fue niña, alguna vez, más sorprendidas aun, al verme junto a sus tios, corriendo, jugando, alegres, llorando en alguna foto, y entienden pronto un mensaje, encriptado y misterioso, pues cuando sean grandes, también miraran atrás y se recordaran como ahora, pequeñas en un continuum que nunca va a terminar.

martes, 1 de julio de 2008

El patio de atrás



Mi bisabuelito Ángel María, era jugador y parrandero y adoraba "echar gallo". Las peleas de gallo para él eran un vicio impasable, bebía aguadiente y guardaba su mejor gallo para la pelea de las seis.

El patio de atrás de casa de mi bisabuela era un campo mágico, que daba a la selva tropical
y allí, en pequeñas jaulas, estaban las promesas de estrellas, cada una contenia un gallo.

Gallos inútiles, ni siquiera pisan gallina, muy cuidados, de picos afilados, y espuelas recortadas, afeitadas las patas para verse fuertes. Y las pocas veces que fui al patio de atrás, sentía que el sol me encandilaba los ojos, que pasaba por un pasadiso de tiempo y que no había ya otras casas, sino puro monte. Una gran selva, que daba al caño de un río.

De la mano de mi abuela, caminabamos entre las jaulas, ella viejísima, sequíta, Mama Pancha, era muy delgada, nunca supe si tenía dientes, me decía que los gallos eran cosa de hombres y que no era de mujer decente ir a las galleras. Yo tercera en todo, era la tercera de sus bisnietas, las veces que la vi, provocaba abrazarla, era como un Ángel, qué mujer tan buena. No decía malas palabras, tenía buen sentido del humor y todo mundo la llamaba Mama Pancha...

José María le dió mala vida y tres hijas hembras, un hijo postizo que quizo como propio y los gallos, comprados en remate y entrenados para las peleas. Poco a poco se los fue dejando al compadre. Eso no era negocio de mujeres.

Mama Pancha, murió cuando yo tenía catorce años, mi mamá me despertó, sentada allí, al borde de mi cama, y me dijo, murió mama Pancha, quise llorar y mi mamá me detuvo y me dijo, no llores hija, mama Pancha se quería morir, hace tiempo dijo que se cansó de comer arepas. Y no lloré. Ella tenía más de 100 años.

Creo, firmemente, que allá en Barquisimeto, a dónde la llevó a vivir José María, en la calle 52, pasando al patio de atrás, luego que el sol te hiere los ojos, allí está Mama Pancha, discutiendo bajito con José María sobre los gallos. Y me ve y sonrie, "vaya mija, esto no es cosa de mujeres" y no me fijo, en sus dientes, sino en los mil caminos que los surcos de los años han dejado en su cara, en su vestido de florecitas negras y blancas de medio luto, y entonces veo a José María, con el brillo en los ojos pesando el mejor gallo. "Este sí, este sí"

Y entonces, cierro la puerta del patio de atras, se pierden las matas de mango y de mamón, se pierde el brillo del sol, a través de sus ramas y entro a la casa, a la vida de los vivos, ami presente.

Dos rincones, dos recuerdos



Cuando yo era niña, la playa quedaba a una hora de camino
de Caracas, bajabamos a La Guaira, escuchando
a Nicola Di Bari regalarnos todas las gaviotas
y los pájaros que hay...

Una vez, en la costa de Macuto,
cerca de la plaza de las palomas, me perdí.
Recuerdo que nadaba muy bien
y mi papá me dejó a la orilla con un flotador.
Me puse a jugar en la arena y un bombero
asumió que me habia perdido y me llevó a
la cacerna, dónde pasé el resto de la tarde,
mientras mi papá me buscaba...

Al llegar, yo estaba tomando Pepsi,
meciendo la pierna, mirando hacia el mar,
y luego del sermón de los bomberos
mi papá, entre enojado y feliz
me decía que no lo hiciera más.







Ya más grande, adolescente, hicimos una excursión,
subiendo desde Caracas, en la Pastora,
por el Camino de los Españoles
que unía La Guaira con Caracas.

Es un camino de tierra, usado por los españoles
durante la colonia, para traer las mercancias
que venían por barco, tambien los exclavos.
El trayecto está lleno de historia, de pequeños
fuertes y refugios, usados para la defensa
de los comerciantes.

Cargados, se hace el camino en dos días,
nosotros hicimos ese recorrido en unas 8 horas.
Terminamos muertos de cansancio, llegamos a La Guaira,
justo detrás de la casa Guipuzcoana, sin ganas
de playa y con deseos de regresar usando
la autopista...